
‘viremos como árquides’: las fronteras de la tierra y la conversación de alturas
Se trata de escuchar, no de fisgonear. No me interesan los chismes, ni las confidencias, ni los dramas personales, sino los acentos. Voy escuchando conversaciones de la gente, pero siempre atento a cómo hablan, no a lo que cuentan. Engrasa mis habilidades de dialectólogo. El que una vez quise ser.
No sé a ustedes, pero, a mí, un chaval que dedica sus viajes en el metro de Nueva York a escuchar las variaciones de una lengua para reconocer el origen de sus hablantes, a mí ese chaval me cae bien. Hace ya casi cuatro años tuve la suerte de editar La frontera de la tierra, de Francisco Plata, donde el protagonista nos cuenta eso del «juego del infiltrado». Desde entonces yo mismo le he cogido gustillo al dichoso juego, y, aunque lo llevo un poco regular porque apenas soy un aficionado y además soy bastante paleto, su filosofía es algo que me fascina. Imagino que, como todas las personas de ‘letras’, encuentro en los idiomas cierto misterio que nos embriaga; algún perfume, canción o promesa que atrapa nuestra curiosidad y nos hace viciarnos al «juego del infiltrado» o similares, y reconocer, así, patrones, puentes, hilos dorados e invisibles que tejen el hermoso tapiz de la lengua humana.
El mismo narrador de La frontera de la tierra lo expresa mucho mejor que yo:
Las lenguas, vistas de cerca, tienen unos rasgos inconfundibles que las diferencian. Por eso un hablante de inglés y uno de alemán no pueden entenderse. Sin embargo, basta dar un pequeño paso atrás para descubrir semejanzas entre esos dos idiomas. Resulta que son casi primos.
Alguien no familiarizado con el chino mandarín, el japonés y el coreano apenas verá diferencias en los ideogramas y en la fonética que sus hablantes sí distinguen claramente. Pero no se trata solo de ignorancia hacia esas lenguas asiáticas, pues, en efecto, hay un aire de familia entre ellas, del mismo modo que hay estrechos vínculos familiares entre el español, el portugués, el catalán, el gallego, el francés, el italiano, el rumano y unas cuantas más. Vistas de lejos, resulta que las lenguas son solo especies de un mismo género.
En principio, nadie diría que el español, el japonés, el árabe y el quechua tienen algo en común. Pero bastaría conocer una lengua del planeta Trappist-1 d para darse cuenta de lo mucho que las nuestras, tan terrestres, se parecen.
Juegos como el del infiltrado pueden parecer una rareza de frikis. En parte lo son. Pero, más allá de lo anecdótico, nos hablan del continuo de las lenguas humanas; de los lazos que unen a los seres humanos que, si bien no compartimos vocablos, sí compartimos voz. Toda lengua nació de un “primer vagido”, en célebre expresión de Dámaso Alonso. Todas las lenguas comparten la misma anatomía de los órganos fonatorios. Todas las lenguas son, por tanto, maneras diferentes de articular un mismo cuerpo humano. De esta ‘configuración prelingüística’ da cuenta, por ejemplo, el Alfabeto Fonético Internacional, cuyo propósito es, precisamente, codificar todos los fonemas que podemos emitir. Una verdadera partitura del habla humana en su conjunto, y una asignatura muy pendiente en las escuelas para una verdadera ‘educación universal’. Pero eso ya es hablar de otra cosa.
Lo que me pasma es que haya tanto fan del esencialismo lingüístico por aquí y por allá, como si la lengua hubiera que fijarla como un bloque de mármol y rodearla con una empalizada de hormigón armado. Hay ya hasta andaluces que dicen no hablar español, sino ‘andaluz’. A ver quién es el lumbreras que pone de acuerdo a los casi diez millones de habitantes de Andalucía en eso del ‘andaluz’. Hay mucho despistado que no se acuerda de que una lengua, esto es, su denominación, sus fronteras y sus variaciones, únicamente son aproximativas. Asintóticas. Nunca se puede conocer ni englobar una lengua con ningún sistema cerrado y suficiente, porque, por cada intento del lingüista por sistematizar lo que se habla o se escribe, hay cuatro (cientas) variaciones nuevas que se pueden oír en una plaza de Aracena, en la oficina de Correos de Montequinto, en una pista de fútbol de las Alpujarras o en una fiesta de las altas horas en la Alameda de Hércules. Por eso la RAE siempre va tarde con sus nuevas ediciones del diccionario, y no pasa nada porque es lo normal. Lo de ponerle nombre a las lenguas, a veces, y fuera de la “estandarización ideal” que todo idioma necesita para enseñarse en las escuelas, es como clavarle banderillas a las nubes. Cuando uno se pone a comparar, no tarda mucho en darse cuenta de que hay dialectos tan desemejantes que parecen lenguas diferentes, y, a la vez, lenguas tan similares que parecieran dialectos de una misma lengua. Traslade usted a una señora de Morón de la Frontera a la Plaza del Castillo en Pamplona y póngala a pedir cuarto de kilo de lomo embuchado en la primera carnicería que encuentre. El tendero antes entiende a un portugués que a nuestra amiga. Y sin saber portugués.
Los puentes de la lengua pulverizan las fronteras de la tierra, a pesar de lo que muchos se empeñan en hacernos creer para que sus mundos ordenados, esquemáticos y estériles no sufran el mazazo de la realidad.
Por su parte, la literatura de una lengua es también la literatura de un nuevo idioma en parte por descubrir. La literatura, por sofisticación y originalidad, es el arte de crear lenguajes nuevos. La vanguardia no fue movimiento artístico del siglo veinte; la vanguardia es el movimiento continuo de la literatura. La literatura nos hace comunicarnos en formas que las lenguas ‘cerradas’ y ‘ordenadas’ no pueden. Y no pueden porque no existen. Los diccionarios se construyen gracias a la literatura. Galdós recogió más voces populares que la Academia. La dinámica de las lenguas rompe cualquier esencialismo lingüístico; pero es que la literatura lo destroza, lo muele y lo neutraliza. El esencialismo lingüístico es de paletos. Lo que hoy es español ayer fue latín y pasó por castellano mezclado con cientos de palabras del árabe y del francés y del italiano y posteriormente del inglés, entre otras decenas de lenguas que me dejo por el camino y cuyos posibles efectos en el español se siguen estudiando; pero es que el inglés también fue latín, o al menos en parte, y también fue francés, o al menos en parte, y es que el francés y el italiano fueron tan latín como lo fue el español, y, total, que vénganme a decir dónde están ahora las fronteras del español, o las del inglés, si a veces los británicos no entienden el inglés hablado en Escocia y acaso mejor entiendan al mismo escocés hablando en alemán, aunque no tengan ni idea de alemán.
Los puentes de la lengua pulverizan las fronteras de la tierra. Y la literatura, que es la vanguardia en marcha de la voz humana en su conjunto, nos permite comunicar la música y las ideas que nos hacen hermanos a través del tiempo y de la geografía. En este memorable fragmento de Estar aquí, de Jorge Morcillo, se habla de ello en los siguientes términos:
La inmensa conversación que es la literatura, en la que la geografía y las distancias de los siglos y de todas las condicionalidades personales y vitales son aniquiladas, es una conversación que no tiene fin ni límites. La literatura no conoce la historia tal y como la entendemos. La historia no tiene sentido para el que lee mucho y siente y lee y habla y reflexiona sobre lo que lee. Para un buen lector un autor del siglo X tiene la misma vigencia que un autor del siglo XX. Cualquier distancia de siglos y de mentalidades es una diferencia aniquilada si se habla en el idioma literario. Un idioma propio y con todos los lenguajes escritos y hablados del universo. Un idioma para corazones fuertes. Una conversación de alturas que no tiene fin, la literatura.
La literatura es un «idioma propio y con todos los lenguajes escritos y hablados del universo». Escritos y hablados. La poesía nace de la música, y la música nace de la voz. Y cualquiera que esté perdido en un bosque, una cueva, o un sueño imposible, reconoce la otra voz humana que siempre podría llamarnos con nuestro nombre.
La literatura, así, es voz escrita hacia la vanguardia, presta a la exploración de nuevas fronteras. Para muestra, un botón. El siguiente fragmento de De héroes y de santos, de Gorka Maiztegui, no sabemos en qué “lengua” está escrito. Sin embargo, lo entendemos. Escuchamos su música y somos capaces de cantar con él, en nuestro propio idioma, aun sin ‘’conocer’ el suyo:
¿Adónde está la breca? ¿Acuál es el enderece? Hay que reparar la mnemonomía, arraizar de otra vez. Tenemos que voltear los ojos para perseguir el cuadro de los que ya no reman. Habemos de reejemplar. Y qué onda que el prestigiado y libérrimo Blas de Morales, héroe de la Reconquista, para subir y acertar, lombar y guirnaldar lo nuestro con el álgido bronce del antañaje. Habemos llevar su nombre y moldura por adonde andaminemos, reejemplar con su cúspide, achantear con sus pergólicas hazañas. Solo así desplazaremos la decaencia, solo de así maner podremos virar como árquides, morar como híperos, dalmar como abruntos y melendar por endo como los súfides que dirlantandamos.
Pues eso. Ahora van y lo cascan. En francés.
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