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Reseñas

‘Su único hijo’, de Clarín. De cómo el idealismo destroza tu vida

Y a unos y a otros los seducía, los corrompía, y los juntaba en una especie de solidaridad del vicio la vida que hacían, «poniéndose el mundo por montera», según la frase predilecta de Emma, y viviendo alegres, siempre mezclados en conciertos, en jiras campestres, en banquetes a puerta cerrada.

Leopoldo Alas ‘Clarín’, ‘Su único hijo’

Don Quijote mató a los héroes. O, mejor dicho: a los héroes los mataron los malos intérpretes del Quijote, junto a los profesores tontainas que desde la escuela nos dicen que todos tenemos que ser tan patanes como el ingenioso hidalgo, y que ojalá todos fuéramos tan nobles y soñadores y tan locos. Pues acabaríamos todos lesionados, molidos a palos y absolutamente indefensos en el mundo. Pero la sombra de estos malos intérpretes y esos bobalicones profesores es alargada, y el caballero de la triste figura es el gallardo modelo, sublime ideal del protagonista moderno: el chalado, el soñador, el tonto pero honesto, el inadaptado pero bueno, el loco pero… héroe de los antihéroes. Su estela abre camino a la impotencia de los inermes protagonistas de Kafka, al irracionalismo histérico de los de Dostoievski, a los buscadores etéreos de Hesse o, por citar a algún ‘clásico moderno’, a la pasiva melancolía onírica de los de Cărtărescu.

Nos identificamos con el antihéroe porque anhelamos que un pavo poetice sobre nuestra propia miseria. El hablar bonito legitima lo feo. Estamos tan precarizados que necesitamos maquillar literariamente nuestra incapacidad. Nos sentimos tan débiles que demonizamos el vigor y la fuerza. Hoy el Cid sería un ‘machirulo’; Beowulf, un ‘heterobásico’; Aquiles, un ‘tonto de gimnasio’; Héctor, un ‘marido casposo y fachilla’. Estamos de acuerdo, cómo no, en que estos brutazos no tendrían mucha cabida en la sociedad de hoy; pero lo que me asombra es el entusiasmo que despiertan, literariamente, sus contrapartes: los personajillos de triste figura que hablan mucho, y muy bien, de su ruina interior, pero que, fuera de sus palabras, en el mundo de la materia, no hacen más que quejarse y confundir bajar a comprar el pan con tener que luchar por el pan de cada día. No tienen nada por lo que luchar, porque toda lucha los confunde y los agota. Pero hablan de la guerra interior, de los abismos ignotos y de la existencia humana como si de verdad les estuviera lloviendo fuego sobre la espalda. Un tipo como Cioran, tan estimado por muchos, se pasó la vida quejándose; y eso que vivía de las becas universitarias para hacer una tesis que no hizo. En fin. Que se queje el repartidor de Nacex al que tienen estresado perdido con los paquetes, vale. El autónomo al punto de la quiebra, vale. Pero que se quejen estos personajillos, y que encima se les aplauda…. En fin. El mundo siempre necesitará parlanchines de la desidia. Heraldos de la derrota. Retóricos de la paranoia.

Clarín, que fue hombre muy cervantino y de muy certera inteligencia a pesar de sus infulillas y salidas de tono, fue capaz de retratar a un perfecto antihéroe y reírse de él hasta dejarlo amortajado como ya no se estila. Bonifacio Reyes, el protagonista de Su único hijo (la ‘otra novela’ de Clarín), es un tontaina que no se entera de nada. Ni siquiera al final del libro, cuando lo ha perdido todo, se entera de que le han quitado hasta el futuro. Uno acaba el libro pensando: «menudo mermao». Y uno se ríe, y no se compadece ni se identifica con él, sino que se ríe; porque Bonifacio Reyes es, desde la primera hasta la última página, un antihéroe del team Cioran: un vago que no hace nada de provecho, tan charlatán como para justificarse, aunque demasiado pazguato como para poder tomárselo en serio. Es como el Harry Haller de El lobo estepario, pero a la hispánica; esto es, inserto en el mundo. Debiéndole cuentas a la realidad. La honestidad intelectual con respecto al antihéroe pasa por no dejarlo perorar impunemente (eso es hacerle la cama al lobo), sino por confrontar su idealismo con la materialidad del mundo. Hamsun, por ejemplo, lo hizo con el vagabundo medio zumbado que protagoniza su Hambre. De la misma forma, Clarín ha tenido la astucia de pedirle cuentas (¡y menudas cuentas!) a su protagonista: su casa, en la que van entrando los maquiavélicos intereses de otras familias; su dinero, que se va mermando conforme él ‘progresa’ en sus ‘aspiraciones artísticas’; su matrimonio, que se desmorona mientras él mira para otro lado. Él solo confía en su vago deseo artístico; deseo que, por otra parte, ni siquiera sabe lo que es ni cómo se realiza, pero que, no obstante, identifica con su propósito en la vida. Pues perfecto. El ‘amor al arte’. Así se destroza uno la vida y el mundo sigue girando.

Evidentemente, el lector asiste al progresivo derrumbe de la vida de este buen hombre, que, aun gozando de una modesta herencia y una acomodada posición, lo manda todo al garete por una idea que ni él mismo sabe lo que es. ‘El arte’, que lo lleva a juntarse con unos músicos fanfarrones que se ríen de él y que le sacan todo su dinero a cambio de dedicarle cuatro actuaciones y darle cuatro besos. Bonifacio Reyes: un idealista sin Mancha por la que corretear ni Sancho que le aconseje, sino con apenas una modesta hacienda que mantener y muchos buitres en su derredor. Un hombre de muchos ideales pero ningún proyecto; un tipo siempre a medias, siempre sin ganas, siempre a la merced de sus flacos impulsos y destellos de estupidez, con el afán de vivir apasionadamente sin renunciar a las zapatillas de andar por casa:

Envidiaba el valor, la despreocupación de los artistas que no tienen casa, que acampan satisfechos en las cinco partes del mundo; pero esta admiración nacía del contraste con los propios gustos, con la invencible afición a la vida material tranquila, sedentaria, ordenada. Hasta para ser romántico de altos vuelos, con la imaginación completamente libre, le parecía indispensable, a lo menos para él, tener bien arreglada la satisfacción de las necesidades físicas, que tantas y tan complicadas son.

Como buen antihéroe, ni para mantener su comodidad burguesa ni para apasionarse con el arte sirve nuestro querido patán. No sirve para nada de lo que quiere ni es capaz de querer nada que le sirva.

Uno de sus pecados es la romantización de los oficios artísticos. «Yo amo el arte, amo a los artistas». Claro; él no conoce ni el arte ni a los artistas. Bonifacio siente la necesidad de juntarse con los músicos y actores ‘por amor al arte’; pero es que el amor al arte es, en muchas ocasiones, un amor terrible y envenenado que no lleva a ningún sitio y que solo deja fantasmas por donde pasa. Que le digan la patochada esa del ‘amor al arte’ a Molière, que se recorrió toda Francia para malvivir del teatro, o a Shakespeare, a quien una broma que ofendiera a la reina podía costarle la cabeza. Esos son las ‘alturas del arte’ que muchos se han creído, y muchos otros, como nuestro Bonifacio Reyes, se han imaginado. Pero es que en eso del ‘amor al arte’ solo hay dos partes: el ‘artista’ que pelea por sobrevivir y el ocioso que disfruta de su sudor artístico.

El asunto viene cuando los ociosos quieren ser también artistas. Pues o tienes un buen trabajo que te deje un sueldo interesante y las tardes libres, o te ha tocado algo parecido a la lotería y puedes dedicar tu tiempo y tus afanes al ‘arte’. Pero, si apenas tienes cuatro duros mal contados, no seas como Bonifacio Reyes o acabarás muy mal en la vida. Aquí solo es poeta quien puede costeárselo. Y antes que la poesía está el pan, aunque todavía hay quienes confunden el pan del bocadillo con el ‘pan del espíritu’. De esos despistados, como Bonifacio Reyes, está lleno el mundo literario.

Hay, en fin, no sé qué tendencia a atribuir un ‘alma’ superior, misteriosa e inaprehensible a las cosas del arte. Es el idealismo platónico aplicado a los cuadros, a las partituras o a los libros. Pero convendrán conmigo en que un electrodoméstico, pongamos, un lavavajillas o una lavadora, se merece mucho más que le atribuyamos un alma que un libro. Más que nada, porque gracias al lavavajillas y a la lavadora tenemos tiempo para leer los libros que tanto nos gustan. Pero despreciamos la técnica porque la técnica está alejada del espíritu, de lo elevado, de la literatura. Bueno. Son formas de verlo. Por fortuna, los impresores de libros no trabajan con espíritu, alma ni sentimiento, sino con papel, gramajes, tóneres de tinta, rodillos y demás cosas tan poco románticas, pero tan necesarias para que otros puedan vivir del romanticismo. O acaso dejarse matar por él. En fin. Pues que así sea. Los autores, lectores y editores ya somos lo suficiente mayorcitos para destrozarnos la vida como queramos y hacer el imbécil para contárselo a los demás. Quién sabe. De ahí puede salir nuestro siguiente libro. Se lo dedicaremos, con algo de chanceta, a Bonifacio Reyes.

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