El poema como emoción poética

De la misma forma que la chispa nace del encontronazo entre el pedernal y la pirita, el poema nace de la confrontación del espíritu con el mundo. El espíritu, anhelante de materia; y el mundo, deseoso de sentido, se abrazan en el acto creador, bailan sobre el campo de batalla que es el propio poeta; y entonces brota la chispa, la iluminación, el descubrimiento de lo inexistente: el poema. El espíritu se vuelca sobre el mundo, anega todos los horizontes con su luz; y lo hace con palabras; el mundo arrastra al espíritu, insufla su fuego; y lo hace con su profundo misterio. Así, palabras y misterio, espíritu y mundo, sed de comprensión y desierto insondable, se encuentran y estallan; el poema es la frontera, la utopía, el símbolo de todas las posibilidades y todos los límites. Tal es la emoción poética, cuyo idioma natural es el poema.

No hay planificación en el poema; pues, de la misma forma que el llanto o la risa irrumpen en la conciencia y desvían sus pretensiones, así el acto creador se apodera del poeta y lo obliga a desentrañarlo. Hay planificación en la novela, en el drama y hasta en las canciones; pero no en la poesía, o, al menos, no en la poesía del espíritu. El poema es el último reducto de lo inconsciente, de lo inexplicable y, en cierta forma, divino; no ha de contaminarse con estériles juegos de palabras, enviscada métrica o fórmulas que más se asemejan al rigor de la matemática que al enigmático vaivén del espíritu.

El poeta no es un escritor, sino una suerte de profeta; o, dicho con otras palabras, el poeta genuino guarda más semejanza con el profeta que con el escritor. Muchos se llevarán las manos a la cabeza, patalearán y se sentirán heridos; pero, en efecto, es misión del poeta derruir el imperio de las palabras; pues, mientras que el escritor tiende a las palabras como fin, el poeta las toma como lo que son: un medio, un mero puente hacia lo esencial.

No hay más realidad para el escritor que las palabras: adjetivar los verbos, constreñir los ritmos, revocar los acentos y percutir las sílabas. Llaman belleza a la mera forma; no son creadores, sino meros químicos, maestros de la combinatoria, simples jugadores de ajedrez que conocen bien las reglas y pretenden explicar el mundo con ellas. Los escritores piensan, piensan mucho: se divierten pensando a oscuras, amontonando frases lúcidas y usándolas contra quienes piensan menos que ellos; pero, como una colmena de hormigas que se tienen por singulares dueñas del subsuelo, nada más se preguntan los escritores: nunca miran el cielo y jamás se asoman al abismo, pues, para ellos, todo es la palabra y nada más es digno de atención.

El poeta, ajeno a tales onanismos, usa la palabra como el medio para buscar lo inexistente. Eternamente herido, siempre aherrojado entre el espíritu puro y el mundo insondable, son sus palabras un grito: un canto de dolor a un cosmos que quizás no escuche, a unos dioses que amenazan con no existir, a una vida humana siempre escindida y siempre incompleta, ahíta de preguntas y sedienta de certezas. El poeta no escribe, sino que siente.

El poema, en fin, es una sensación profunda y desgarrada; y, al igual que la ira se expresa con alaridos y la tristeza con lágrimas, el poema —la emoción poética— se expresa con palabras. No hay más; y la emoción, como el alarido o el llanto o la risa, no busca público, sino expresión. Es por ello por lo que, mientras el escritor necesita ser leído para existir, el poeta solo escribe para seguir buscando un sentido a la existencia, forzado a usar las palabras de las que intenta liberarse. Nunca el buen poeta pretenderá impresionar al mundo con sus escritos, y ni siquiera publicarlos; más bien los desdeñará, diciendo: «no idolatremos las huellas; todavía queda mucho por buscar».

Sigan los escritores arrodillados ante las palabras; los poetas hace mucho que las trascendieron, en silencio…

photo of sunset emoción poética
Fotografía: Pexels.com
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