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Artículos, reflexiones,  Ficción

Don Quijote era un pijo

A mí me gustaba tanto Federico Robles, lo que escribía sobre el lado perverso y prohibido de la realidad, sobre las ondas del lenguaje maravilloso y sobre aquello de los océanos que nunca cambian su lenguaje a nuestras espaldas, me gustaba tanto, en fin, su manera de pensar y de expresar su pensamiento, que investigué y pregunté y recorrí librerías y ciudades y por fin hallé a un editor que, a causa de mi insistencia, y tras pedirme ochenta veces que le guardara el secreto, me facilitó el correo electrónico de Federico Robles. Entonces pude escribirle todo esto, y más, bastante más; dos o tres folios repletos de halagos y preguntas y expectativas, porque yo era un pobre teleoperador que odiaba su trabajo y manejaba su vida como podía, pero la prosa de Federico Robles, las ideas literarias de Federico Robles, eso de «redescubrirse en la ficción» o aquello otro de «respirar la palabra cuando el oxígeno nos asfixia», esas expresiones y juegos de palabras me seducían y me hacían más fácil la existencia. La vida es más fácil cuando la vida no es lo único que hay, cuando el mundo no es el único que hay, cuando todo es mero reflejo de un reino más bello y extraordinario: «El Reino del Verbo», como uno de los relatos de Federico Robles, así se titulaba y esa idea desarrollaba, el Reino del Verbo como oposición a este mundo, el mundo de la palabra y la belleza como rebelión del espíritu contra esta realidad tan ahíta de materia y de sufrimiento y de contradicciones. El Reino del Verbo. Aquello era la hostia.

A mí me gustaba Federico Robles porque alguien como Federico Robles era absolutamente necesario para un pobre teleoperador como yo, explotado y precarizado, que odiaba la vida porque la vida fuera de la literatura era vida totalmente prescindible y a veces hasta asquerosa, y nadie como Federico Robles para expresarlo en cualquiera de sus ensayos, o sus versos, o novelas, cuentos, artículos… Y yo, que también quería habitar el Reino del Verbo, o que acaso ya lo habitaba, pero quería atrincherarme en él para siempre, me sentaba en mi escritorio todas las noches y me ponía a darle puñetazos a la existencia, igual que cuando vareaba olivos de jovenzuelo, igual, pero conmigo mismo y con mis reflexiones y movimientos interiores, venga a darme palos a ver si sacaba algo de valor, a ver si del trayecto en metro o del bocadillo de chóped o de lo horrible que era mi jefa podía yo sacar algo interesante para mí y para los demás, algo literario, algún material propio del Reino del Verbo, sustancia de primera clase para aliviar sufrimientos y salvar vidas tan espiritualmente precarias como la mía; y todas las noches pretendía yo actuar como un ciudadano ejemplar del reino, pero todas las noches acababa rendido y deprimido: después de no dar pie con bola me encendía la tele, luego me aburría y me ponía a ver TikTok, luego me cansaba y me hacía una paja, y luego ya pues me sentía culpable y entonces me ponía a leer a Federico Robles y entonces me reconciliaba con la vida y con la literatura. Federico Robles y su «ficción realista» me devolvían la ciudadanía del reino, y, con ella, las fuerzas para volver a intentarlo al día siguiente.

Tras mucho tiempo así, conseguí el correo electrónico de Federico Robles, y, como ya he dicho, le escribí largo y tendido, y le pregunté sobre la vida y la literatura, y le trasladé mi admiración por su existencia retirada, tan alejada del mundanal ruido y, sin embargo, tan bien enterada de todo y tan culta y bien formada.

«Los hijos de Cervantes estamos malditos —me respondió Federico Robles—. Nos pasamos la vida en la frontera. Somos nuestro propio personaje: nos encontramos en los libros y nos construimos en la escritura. Pero somos frágiles: cuando el papel desaparece, nosotros desaparecemos; cuando el libro sobrevive, solo lo hace nuestro fantasma. Quien necesita la mediación del papel para comunicarse con otros hombres, ni es lo suficiente hombre ni se toma en serio a los demás hombres. Los hombres de verdad no tienen tiempo para estas chorradas. La clase obrera solo escribía realismo porque habitaba la realidad más tremenda y salvaje: las de las manos. Don Quijote era un pijo con problemas de pijo; y el barbero, que sabía lo que era trabajar y tener que pelear el almuerzo de todos los días, se reía de él de buena gana y con razón. Yo, que soy un pijo como lo era Alonso Quijano, vivo para los libros. Solo soy un personaje de ficción que habla sobre ficciones. Si alguien conviviera conmigo, solo vería un cuerpo escombro echado en un sillón, todo el día quieto, todo el día callado: un cadáver frente a un montón de papeles encuadernados. Yo no hablo con nadie. No me río ni hago reír a nadie. Hace tiempo que no doy un abrazo. Yo habito el Reino del Verbo e invito a todas las almas buscadoras como tú, a todos los hijos de Cervantes, a entrar en nuestro Reino. Pero ese hermoso reino depende de dos cosas fuera de nuestro alcance: el papel y el tiempo que otros pijos como nosotros dediquen a leer nuestras pijadas. Cuando el papel desaparezca, nuestro reino desaparecerá con él. Cuando los pijos como nosotros tengan que trabajar, nuestro reino se hundirá en sus manos. Nuestra ficción desaparecerá, y entonces deberemos enfrentarnos a la realidad. A nuestras existencias precarias y miserables. A nuestro profundo e irremediable desconocimiento de nosotros mismos. A nuestra insuficiencia en el mundo y a nuestra inutilidad para buscarnos la vida y para responder a la realidad como la realidad exige».

Don Quijote y Federico Robles eran unos pijos, pero a mí me gustaban Don Quijote y Federico Robles; me gustaban, me encantaban, me ayudaban a existir, porque yo solo era un teleoperador que odiaba su vida y que amaba el Reino del Verbo, del que ellos me nombraban ciudadano ejemplar todas las noches antes de la derrota.

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