La fascinación de los maniquíes
¿Por qué los maniquíes? Cuando paso junto a las tiendas de moda y observo a esos humanos deshumanizados siento zambullirme, precisamente, en la fuente de la esencia humana. ¿Por qué esas esculturas inhumanas, sin rostro ni anhelos, se me antojan la representación de la descarnada existencia desnuda de que habla Viktor Frankl?

Quizá en su desnudez, en su falta de rasgos, en su universalidad, resida el poso común de nuestra especie. El maniquí es la representación abstracta de la naturaleza humana, es el ser humano despojado de su individualidad, pero, a la vez, único en el universo; pues los maniquís son iguales, exacta y cuidadosamente iguales, y, aunque pueda haber miles poblando los escaparates, solo son uno: el mismo modelo, la misma proporción, la misma entidad.
El maniquí representa a cualquier ser humano; pues en dicha falta de rasgos caben, precisamente, todos los rasgos y personalidades humanas concebibles; y, al mismo tiempo, cada maniquí representa al único, al solitario, al ser humano desamparado y sin compañía que aúlla con angustia al universo. No tiene a quién más gritar que a la negrura del cosmos, pues los otros maniquís no son sino un trasunto de él mismo; no está acompañado por ellos, sino que cada uno de esos monigotes, iguales al que grita, es un reflejo de su soledad radical e ineluctable.

El maniquí es la representación escultórica del eterno retorno de lo idéntico. Es la imagen de lo humano que, por encima de todos los ciclos, se repite infinitamente, independientemente del ropaje y la postura que adopte. Su desnudez es eterna, inmaculada, perpetua. El maniquí será testigo de la evolución y la extinción de todos los puentes y de todas las tormentas. Cuando muera el último ser humano en la tierra, quedará el último maniquí, quizá cubierto de telas absurdas, pero desnudo y clarividente en su esencia. En su mudez residirán todas las palabras, en su ceguera toda la historia de ascenso y destrucción. El maniquí, solo frente al horizonte, dará la bienvenida a los reinos desconocidos.

El ser humano es el símbolo de lo efímero, el maniquí es la realidad de lo eterno. La primavera humana, bella como las rosas de verano y pútrida como la humedad contaminada, se marchitará en breve tiempo; el maniquí, neutro y aséptico, ni hermoso ni horrible, prolongará su existencia durante eternidades. Entre lo limitado y lo eterno, entre la concreción y lo abstracto, entre la vida que se extingue y la existencia que se prolonga, entre la identidad y la despersonalización, entre el anonimato compartido y la individualidad radical yace la eterna guerra (y la perpetua danza) entre el ser humano y el maniquí.

Ser humano y maniquí, carne y plástico, espíritu mortal e inmortalidad espiritualizada: a ambos nos separa el vidrio del escaparate, el reflejo donde se besan para siempre mi expresión trágica y su tragedia inexpresiva.
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