«Walden», de Thoreau: el meollo de la vida

Los últimos artículos del blog han versado sobre eremitas orientales: el taoísta Tao Yuanming y el budista Kamo no Chōmei. En esta ocasión hablaremos sobre el modelo de ermitaño más famoso de occidente: Henry David Thoreau. Para ello, nos basaremos en su magna obra Walden, cuyas primeras líneas dicen:

Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construido a orillas de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. Allí viví dos años y dos meses.

Thoreau, fiel representante del movimiento trascendentalista, estaba convencido de la divinidad de la naturaleza y de la necesidad que el ser humano tiene de esta para ser feliz. Dice, por ejemplo:

En una agradable mañana de primavera quedan perdonados todos los pecados de los hombres.

O también:

[…] los hombres permanecen en su condición actual, baja y primitiva, por razones similares a las de la culebra, pero si sintieran la influencia de la primavera de las primaveras que brota en ellos, necesariamente se elevarían hacia una vida superior y más pura.

Vemos así que únicamente el bosque, la laguna y el silencio de los fenómenos son necesarios para purificar el alma del más convicto; y Walden no es sino un experimento para demostrar dicha verdad esencial. «Dadme la verdad antes que el amor, el dinero y la fama», afirma Thoreau con resonancias griegas. Para fundamentar racionalmente su decisión, nuestro protagonista dedica el primer capítulo del libro a realizar una reflexión con forma de espiral, y cuyo resultado es la identificación de las dos auténticas necesidades humanas: el alimento y el calor. Lo primero no necesita de banquetes, y lo segundo se suple con un espacio que mantenga la temperatura y, acaso, con algunos ropajes. Todo lo demás es accesorio, pues:

El costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella,

y

Un hombre es rico en relación con el número de cosas de las que puede prescindir.

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Fotografía: Pexels.com

Poniendo en práctica su propia filosofía, Thoreau planta algunas semillas, compra algunas otras, construye su casa con tablones y se dispone a vivir bajo los árboles. En un pasaje de Walden, en el que despliega toda la brillantez de su apasionado vitalismo, Thoreau expresa lo siguiente:

Ser un filósofo no consiste en tener pensamientos sutiles, ni en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría tanto como la vida que está de acuerdo con sus dictados: una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza. Consiste no solo en resolver teóricamente algunos problemas de la vida, sino, ante todo, en resolverlos en la práctica.

Así, este verdadero poeta de la experiencia nos presenta Walden como un ejercicio de sinceridad, de coherencia, de pertinacia con los propios valores. Dice en otro momento:

Jamás me interpondría entre un hombre y su carácter; y a aquel que hace su trabajo, que yo rehúso, con todo su corazón, su alma y su vida, le diría: «persevera», aun cuando, como probablemente ocurrirá, el mundo le llame a eso hacer el mal.

Sería un error considerar Walden como un libro. Cierto es que constituye una proeza literaria, pero, sobre todo, constituye una epopeya vital. Walden son sus páginas, pero también, y sobre todo, la experiencia del hombre que se atrevió no solo a escribirlas, sino a vivirlas; a empaparse de ellas, a beberlas con fruición y deleite. En Walden, Thoreau es un precursor que habla de otra vida posible y de una relación nueva con lo sagrado; lo cual no reside sino en el templo inagotable de la Creación.

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Fotografía: Pexels.com

En Walden, Thoreau ha transmutado el compromiso ético con el mundo en la exigencia moral hacia él mismo. Poco importan los preceptos, poco se puede ayudar a la humanidad si no es siguiendo la estela de los propios anhelos. Muchos le reprocharán haber olvidado los problemas del mundo; pero su legado, siglo y medio después, constituye una fuente de sabiduría más necesaria que cuando fue escrito. ¿Acaso hay otra forma de salvar el mundo que regresando a las raíces de lo esencial…?

Walden es una obra exigente para las convenciones del siglo actual. Su sintaxis compleja, los vastos pasajes descriptivos y especulativos, y la propia longitud del libro requieren horas de concentración para extraer todo su dulce jugo. La acción atrapante o la trama frenética, tan demandadas hoy en día, no tienen cabida en una obra que, a pesar de ser un ensayo, constituye una extraordinaria narración acerca de la vida en los bosques.

En definitiva, el valor literario de Walden no reside en su genialidad temática, en sus hermosas descripciones y ni siquiera en el mensaje revolucionario que transmite; su triunfo es, precisamente, ser un libro que nace del mismo útero de la vida. Habría sido una gran novela/ensayo incluso si lo escrito en ella hubiera sido ficción, debido a sus altas cotas literarias; pero lo verdaderamente estremecedor es pensar que esas letras han sido extraídas de la propia realidad. El autor no solo nos enternece por su carisma y su emotividad expresiva, sino por su memoria; lo escrito ha sido la vivencia real de un hombre, la experiencia radical de un aventurero, poeta y soñador. No es un libro, sino un corazón abierto; no un testamento, sino una lápida que todavía nos habla con la voz y el espíritu del difunto.

La más excelsa literatura es la crónica de la realidad humana, y el más glorioso relato es el de cualquier persona con vocación heroica, que escribe no para soñar lo vivido, sino para dejar constancia y huella de que ha vivido lo soñado.


  • Para redactar este artículo me he basado en la magnífica edición de Walden realizada por Errata Naturae.
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