
‘Las confesiones’ de San Agustín: la luz tras la palabra
«Mas la palabra que sale de la boca, y las acciones que vienen a conocimiento de los hombres, corren una tentación peligrosísima de parte del amor a la alabanza, que cosecha mendigados votos para realzar la excelencia personal».
‘Confesiones’, San Agustín
Conocerse a sí mismo
Yo no puedo hacer un comentario teológico, histórico o filosófico sobre las Confesiones de San Agustín, porque soy profundamente ignorante acerca de esas cuestiones y ningún análisis mío podría “llegarle a la suela de los zapatos” al de un erudito de verdad.
El único asunto sobre el que soy un poco menos ignorante soy yo mismo; mi interior y mis fracturas son de lo único que me es legítimo hablar sin meter demasiado la pata. No puedo aspirar a más que a conocerme; y, para ello, leo los intentos que los demás han realizado, a su vez, para conocerse a sí mismos, como es el caso de estas Confesiones de San Agustín.
“Ríanse de mí los fuertes y poderosos…”
En el libro hay un fragmento que me gusta mucho, y que más o menos sintetizaría la experiencia lectora que me ha brindado durante estos días. “Ríanse de mí los fuertes y poderosos, que yo, débil y humilde, alabaré vuestro santo nombre”. Para mí, esta frase, casi oración de la sencillez, es capital en el ejercicio interior que llevo haciendo desde hace varias semanas. Cada vez me importa menos brillar, ser leído y alabado, triunfar y, ni mucho menos, conseguir eso que llaman “gloria” ni “inmortalidad”.
La literatura, querámoslo o no, es la realización de lo eterno; cada palabra escrita queda grabada y la inmortalidad es consustancial a ella, sea leída o no; y me da a mí en la nariz que cada palabra que escribimos los seres humanos obedece a una pulsión muy grande y profunda que nos hace rebelarnos contra la muerte y la extinción. “Quiero vivir, quiero vivir, quiero vivir”, dicen todas las palabras escritas; y nosotros, voz y pluma que las invoca, somos ese grito desesperado que se busca a sí mismo, eterno y redivivo, en la receptividad de nuestros semejantes.
Escribir desde el silencio
Me ha gustado leer a San Agustín. La escritura de sus Confesiones parece obedecer a dos motivos, más allá de la vanidad y la glorificación. Uno es el de alabanza a Dios y recuerdo de la madre del santo, Mónica. Otro, el del provecho que de tales escritos pueden extraer otras personas que los lean. En otras palabras: San Agustín plantea sus confesiones como servicio a Dios y a los hombres, ya alejado del afán de reconocimiento o búsqueda de la alabanza.
Antecedente de la autobiografía moderna, son un documento que a mí me hace pensar sobre el papel de la escritura en mi vida y en la vida de la humanidad; puesto que yo cada vez soy más reacio a escribir ficción, y ni mucho menos a publicitar mis libros y demás. Con la escritura, quizás, solo busco conocerme un poco mejor, así como compartir tales hallazgos —siempre parciales, siempre alejados, siempre sospechosos— con mis semejantes. La búsqueda, aunque terriblemente individual, es compartida por todos nosotros, y a todos nos ayuda y acompaña la búsqueda del prójimo.
Un sendero hacia otro lugar
Ya no confío en la literatura más que como un humilde —y bello—sendero hacia otro lugar. Lo sagrado está al otro lado del puente de las letras; y, para mí tal puente —el libro, la palabra, lo “literario”— no tiene más valor que el del tablón que atraviesa el río y nos permite pasar por él. San Agustín buscaba a Dios y lo encontró, y ya no se separó de él; y lo alabó y glorificó gracias, entre otras cosas, a la literatura.
Yo hace tiempo que pretendo lo mismo, salvo que con mucho menos genio y muchas más limitaciones. No sé nada de Dios y no sé si lo encontraré; pero sí que seguiré bregando en pos de su misterio, sin enredarme en las palabras ni santificar los libros. Una luz me llama, como antes llamó a tantos otros; y la luz no se puede describir, pronunciar ni comunicar. Solo su anhelo y su eco lejano, todavía lejano, que se filtra por entre las páginas que la ignoran; páginas que, si las leemos con atención, solo señalan nuestro nombre y el del Innombrable.
Me quedo preguntándome si la literatura no constituye una oración, trágica voz del mundo, que busca derramarse en el amor infinito de Dios.
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4 Comentarios
las ruinas del cálamo
Para disfrutar de San Agustín no se necesita de conocimientos teológicos, porque, básicamente, fue un lector soberbio y un iluminador de la memoria, lo que luego acabó desembocando en eso que conocemos por autobiografía.
En realidad San Agustín piensa y respira por Virgilio, mucho más incluso que por “las sagradas escrituras”. Esa sensación de pérdida de Virgilio la tiene San Agustín en casi todos sus textos.
También hay que tener en cuenta la tristeza de sus últimos años. Obispo en Hipona, situada en África, casi al final del imperio romano, viviendo sus años convulsos y su progresivo desmembramiento, murió con la ciudad asediada por los vándalos. Todo lo que él había vivido se estaba cayendo cual un azucarillo.
Hay que leerlo porque nos ayuda a leer mejor. Pero como decía Bloom en un artículo sobre San Agustín “todos los que pasamos los años de nuestra vida leyendo los mejores libros somos discípulos de Agustín, aunque a él lo hubiese tenido sin cuidado a menos que condujera a la aceptación de la revelación cristiana”.
En cuanto a lo de la humildad no voy a hacer demasiados comentarios. Personalmente, creo, que vivimos un tiempo muy avanzando y muy mediocre como para permitirnos ser “humildes”. Quizá en el siglo V eso sirviera, ahora se confunde con la debilidad. Hay que ser obstinados y orgullosos sin ser prepotentes y, por supuesto, tener un poco de mala leche, ajajaja, no ser tan “buenos y sagrados y humildes”. Pero bueno, cada uno es muy libre de vivir como prefiera. No siempre se puede elegir.
Ya nos sobrará la humildad cuando estemos muertos.
Un abrazo.
Darío Méndez Salcedo
Lo de Virgilio es una pena, como dices, porque, a la vez que continuamente se refiere a esos textos que tanto le gustaban en su juventud como “ficciones y mentiras” que alejan al hombre de la verdad de Dios (muy al estilo de Platón), siempre vuelve a ellos con cierta añoranza y reconoce cómo le enfilaron en búsqueda de la sabiduría y la belleza. Igual le habría ido mejor si no hubiese sido tan grave en sus ortodoxias. El pobre se castigaba hasta por pasear y distraerse con el paisaje y dejar de pensar en Dios.
Sobre la humildad, pues yo ahora mismo estoy en un momento muy etéreo. Hace unos años me quería comer el mundo, pero ya apenas me interesa escribir. Soy feliz escribiendo cosillas sobre lo que leo, y poco más. Quizá en algún momento vuelva a la guerra, pero ahora mismo no me interesa. Quizá cuando sienta que lo que escriba tiene razón de ser por sí mismo, y no se sustente en mis meras “ganas de que me lean” o mi “afán de expresarme”. Si recuerdas el relato de ‘Los gusanos’, ese de la comunidad de personas que pretenden volver al estadio de ‘animales’…, yo, como lector, me pongo del lado de ellos. Simplificar la vida al máximo y no caer en vanidades ni ese tipo de enredos. Pero, en fin, estamos condenados a no ser animales, lo que en nuestro idioma es estar condenados a no ser idiotas. Así que leo…, y escribo…, para no ser un gilipollas completo, aunque nunca podré salvar mi completa ignorancia sobre tantas cosas. En fin. Tantas contradicciones.
Un abrazo y salud, camarada.
las ruinas del cálamo
Todo es cuestión de tiempo. Las lecturas te harán recuperar las ganas de escribir. Estoy seguro de ello. Eso es como el magma del volcán ese: va alimentándose allá abajo, hasta que revienta y necesita salir. Me preocuparía si dejaras de leer, eso sería más serio. Pero no creo que suceda.
Ánimo, que de vez en cuando hay que recargarse. Dudar es el principio de toda sabiduría.
Darío Méndez Salcedo
Jaja, muchas gracias. Todo se verá. Desde luego, las intenciones de uno tienen poco que ver en estos procesos. El magma tiene vida propia. Por suerte, me rodean volcanes salvajes como tú.