
El ateo y la runa
Discurso del profesor Joseph Schinkel,
catedrático de Biología Molecular,
en la ceremonia de despedida por su jubilación:
Me pidieron que les abriera mi corazón y eso haré. Me dispongo a relatarles la historia de mi conversión. No es una historia de aventuras ni de acción dramática, y seguramente aburra a más de uno; pero, por razones que no sabría explicar —aunque sí intuir—, hoy, ante todos ustedes, me veo obligado a salvar mi memoria y la del hombre que la rescató. Intentaré ser breve, a pesar de la complejidad de los asuntos espirituales.
Hasta entonces, yo había sido un ateo. Un ateo auténtico. No de esos debiluchos que se preguntan por el más allá en cada esquina y están tentados por la creencia en cada suspiro; no; yo era un materialista riguroso, cruel enemigo de la trascendencia y fiel amante del sinsentido. También, claro está, era un poco idiota. Pero, en mi defensa, diré que entonces tenía unos veintitrés años, y con esa edad es mucho más sencillo —y, por alguna extraña razón, gratificante— combatir en el pelotón de la náusea.
Estaba yo, en fin, a la edad de veintitrés años, caminando por el bosque que rodeaba el lago Heism. Era primavera y hacía buen tiempo. Distraído, quizá buscando a saber qué cosa, avisté una amplia vivienda entre los árboles; y, obedeciendo a mi curiosidad, quise investigarla (los ateos, aunque parezca mentira, éramos gente curiosa).
No recuerdo si me colé o si me recibió, pero el caso es que allí vivía un eremita de nombre escandinavo (que, por cierto, nunca aprendí a pronunciar y mucho menos a escribir). Charlamos; primero un poco, luego una o dos horas. Él había consagrado su vida a Dios y al silencio, y no le gustaban las visitas de más de dos personas. Se distraía contando hojas, guardando semillas, tallando ramas de tejo. A veces cantaba. Trabajaba su propio huerto, y también tenía algunas gallinas. De los árboles tomaba la madera y la usaba para calentarse en invierno, y en verano esparcía por el bosque las semillas que había reservado en la estación fría.
La vivienda, que debió pertenecer a una familia adinerada, era grande; pero el eremita solo ocupaba una habitación con una cama, un sillón y una mesa. También usaba la cocina y el baño más pequeño. «Hay que pensar en Dios», decía, y una vez a la semana limpiaba todos los suelos, los muebles, las estanterías, los libros… Nunca había usado nada de eso, y tampoco pensaba hacerlo; pero él, cuando le pregunté, solo respondió: «hay que pensar en Dios».
La casa tenía una gran biblioteca. Él me la enseñó, y me dijo que había contado todos los libros, los había etiquetado y había realizado una exhaustiva catalogación de todos ellos. Sabía de qué trataban, recordaba todos los títulos y autores; pero no le interesaba el contenido.
No sé si por afán al misterio, o quizá por la necesidad de comprender su extraño modus vivendi, me hice amigo del eremita. Durante muchos meses volví cada diez o quince días, y, aunque hablábamos de algunas cosas, él nunca me explicó nada sobre su vida ni sobre sus motivos para estar allí. Cuando le preguntaba, únicamente se limitaba a decir: «hay que pensar en Dios». Y yo me ponía nervioso.
El eremita se bañaba todos los días en el lago —no usaba ninguna de las duchas de la casa—, ateniéndose a la temperatura del agua. No se daba la circunstancia más que dos o tres veces al año, pero, si el lago estaba congelado, mi amigo rompía el hielo con un pico para sumergirse en el agua helada. «No se puede transigir una vez», me dijo en cierta ocasión.
Sonreía a menudo, y su buen humor se reía de todo: de sus dientes caídos, de mi peinado, de la suciedad del lago en que él mismo se lavaba…. Nada le merecía seriedad, salvo el pensamiento sobre Dios. Recuerdo que una vez le pregunté sobre sus orígenes, y entonces me respondió: «Los hombres no existimos; solo existe Dios». ¡Dios, Dios, siempre Dios! Comprendan ustedes la irritación y la impotencia que sentía yo, un ateo auténtico, cuando recibía esas respuestas.
Un día, cuando ya habían pasado un par de años desde que nos conocimos, el eremita me regaló lo que parecía una runa tallada en una rama de tejo. «Te queda mucho por buscar», me dijo. Sin comprender bien sus palabras, acepté el regalo. Ese día, y a pesar de que no lo admití durante muchos años, empezó mi conversión.
El eremita era parco en palabras; solo las usaba cuando yo le preguntaba algo, y aun entonces las empleaba de forma equívoca. No se perdía en elucubraciones, sino que hablaba lo justo para —según él— no dejar sin responder las cuestiones a él dirigidas. No obstante, aún no conozco si sus palabras encerraban algún tipo de sabiduría o si, por el contrario, solo eran oraciones construidas al azar sobre la base de algunas palabras angulares, como Dios, pensamiento o ilusión.
Lo más curioso de todo era su juventud: aunque nunca me lo confesó, mi amigo no contaba con más de treinta años. ¿De qué mundo, de qué familia y de qué vida se había escapado el joven eremita, que se expresaba como un sabio —o un farsante— y que vivía solo en un claro del bosque?
Un día, cuando fui a visitarlo, él ya no estaba. Entré en la casa, lo busqué por todas las habitaciones, no lo encontré. Volví varias veces, pero nunca más lo vi de nuevo.
Creo que, desde que desapareció mi amigo, dejé de ser ateo. O, mejor dicho: acepté que ya no lo era. No puedo serlo. No puedo morir sin comprender cómo alguien pudo vivir de esa forma por el mero pensamiento en Dios. ¿Qué es Dios? ¿Tan poderoso es, como para hacer que una persona se bañe a diario en un lago congelado, o para que se contente con una sola habitación en una casa de veinte…?
No puedo ser ateo hasta que descifre el significado de la runa que me regaló mi amigo el eremita. Me rebelo contra el pensamiento de que todo esto, todo aquello, fue absurdo.
En esta búsqueda, mi carrera científica ha sido útil, sí; pero a todas luces insuficiente. Sin embargo, hoy empieza el nuevo capítulo de esta investigación. Lo primero que haré tras despedirme de ustedes será viajar al lago Heism y visitar la casa del bosque. Allí «pensaré en Dios», y quién sabe si desentrañaré el secreto de esta runa. ¿Y si, por fin…? Quizá entonces comprenda las respuestas de mi viejo amigo, y quizá, solo quizá, averigüe entonces si Dios existe.
Sea cual sea la respuesta, ni se les ocurra buscarme.
Muchas gracias y hasta siempre.

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