
El ojo; la torre
El mundo solo existe para llegar a un libro.
Escribo la palabra «ojo» en un papel. La escribo y miro mi biblioteca: los demás libros, las mil y mil páginas que han bautizado mi historia. «Ojo». Soy un violador, un aprovechado más de esa palabra sin cotos. «Ojo». ¿Cuántas voces la habrán manoseado, cuántas la habrán impregnado con sus huellas de grasa y hez? ¿Cuántos «ojos» habrán invocado y descrito los hacedores de la literatura, y con qué derecho me entrometo yo en su historia?…
Cada palabra, al igual que cada libro, tiene su propia narración; un devenir entroncado en otros nombres que lo deslizan por sus laberintos. Cuando una voz fértil y poderosa escribe sobre el «ojo», tal escritura no es mera elucubración de la palabra; es tiempo colindante, pirámide ascendente y siempre en proyección; río de hálito providencial que se nutre de la tinta atravesada por lo biográfico en el espíritu —y viceversa—.
«Ojo». «Calle». «Luz».
Escribo una palabra y miro mi biblioteca. Soy cimiento sobre cimientos.
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