
La literatura y el nacimiento
La literatura no es sino el intento de la razón infecunda, el ansia del adulto abandonado, por volver al instante de su nacimiento. Hablamos de los libros en todos los idiomas excepto en el de la verdad; pero, cuando nos abrimos a ellos con la lengua de lo impronunciable, en sus páginas refulge el deseo inocente y primordial de todo ser humano: regresar al instante en que el mundo se despliega como horizonte infinito.
En cada libro que leemos buscamos, sedientos, las primeras estrellas de luz que sembraron nuestra sensibilidad; los ecos difusos de la voz humana a la que pertenecemos desde que la intuimos por vez primera; el calor del útero y el abrazo del pecho materno. El libro nos retrotrae al nacimiento. Leer es nacer, renacer en vida, un lento y profundo olvidarse de la muerte; porque el antónimo de la muerte no es la eternidad, sino el nacimiento. La primera brisa que resplandece en la piel, la primera conciencia de la casa, de la calle y de sus límites; el idioma como primer mapa del mundo y la historia de los individuos, sus ademanes, gestos y manías: un hermoso y dilatado germinar del mundo, eso son la lectura y el nacimiento.
Leer sobre el mar es acudir a la playa de la mano de la madre, y que esta, con su dedo amoroso, señale las olas y la profundidad del más allá del océano, y les ponga nombre y recuerdo, y abrace al hijo ante la contemplación de su belleza.
Todo intento de literatura es un acogerse a la mano de la Madre, un ser acompañados en el mundo, un derivar hacia el instante en que somos libres porque somos amados.
Allá donde señala la Madre, pero sin ella; allá se dirigen todas las páginas. Los libros empiezan donde acaba el amor —acaso para retornar a él—.
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«Un poeta singular». Artículo de Fernando de Villena
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