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Artículos, reflexiones

Olvidad a los autores

De pocos profesores guardo tan buen recuerdo como de M. Andrescu, quien nos enseñara Historia de la Literatura Europea durante un curso entero. (Hablo de cuando los cursos duraban un año y no cuatro meses redondeados a la baja). Recuerdo cuando se enfadaba porque le preguntábamos cualquier minucia sobre los autores cuyo estudio, en principio, sí que recogía la programación oficial de su asignatura.

«¡Al cuerno con Cervantes y con Dostoievski! ¡Ni los conozco, ni sé quiénes son, ni me interesan sus vidas! —gritaba, y solía acompañar tales imprecaciones con puñetazos en la mesa o patadas al aire—. Yo no sé nada sobre esos mentecatos. ¡Por favor, no seáis tan idiotas como todos esos pretenciosos a quienes llamáis “profesores de literatura”! —Nos hablaba con vehemencia y, movido por el éxtasis, nos tuteaba y hasta nos señalaba con el dedo—. Olvidaos de los autores; aquí hemos venido a hablar sobre los hombres de verdad, los que han irradiado el devenir de Europa y han sido aplastados por su reflujo, ¡los verdaderos protagonistas de la Historia de este continente huracanado! Raskolnikov, don Quijote, Fausto: ¡hablemos de ellos! ¡Esto es Literatura Europea y no Hagiografía Frívola!

» No hay nada más insulso, anodino y baladí que las vidas de esos “grandes autores” que todos os empeñáis en conocer con tanto detalle. ¡No son más que fantoches que se pasaron media vida atados a una silla y a un escritorio! ¿Realmente os interesan más sus biografías que la de un Gargantúa o la de un Simplicissimus? “Pero participaron en guerras, pasaron hambre, murieron pobres…”, diréis, como todos los imbéciles que gozan con el martirio ajeno. ¡Pues claro que vivieron penosamente esos infelices! Cárcel, desamor, trabajos y penurias, ¿sabéis qué porcentaje de la población pasaba por tres de esas cuatro?

» No hay nada más vulgar, insisto, no hay nada más vulgar y ruin y viscoso que la vida de esos hombres macilentos que pasaban las horas componiendo historias para echarse un pan a la boca o alcanzar una gloria que solo pertenece a sus creaciones; no hay nada de interesante en aprender la cronología de los fatuos jalones de esas biografías superficiales y desvaídas».

Cosas así nos decía nuestro querido profesor Andrescu, a quien nos divertía provocar hasta el enfado. Más de una vez abandonó el aula ante la insistencia del grupo —con frecuencia pactada en la víspera— sobre los detalles de la relación de tal autor con su esposa, o de tal autora con sus padres, o el gusto de otros tantos por el vino de cualesquiera territorios que nos inventábamos.

«Solo me interesan los autores cuando tienen el valor de escribir sobre sí mismos —nos comentó un día que prefirió razonar con nosotros a montar en cólera—. Cuando de su propia vida extraen un personaje digno de la mejor literatura. Es entonces cuando dejan de ser hombres vulgares y se convierten en personajes eternos. La literatura, y más la literatura europea, habla a través de sus personajes. Nunca al contrario. No lo olvidéis», dijo. Y, entonces sí, salió del aula, que no volvió a pisar hasta la lección siguiente.

Todavía, mientras redacto estas memorias, recuerdo aquella lección y reflexiono sobre su significado. Pero aún no imagino la distancia entre mi nombre y el personaje que de mí voy construyendo conforme escribo.


Texto inspirado por la lectura de El ojo castaño de nuestro amor, de Mircea Cărtărescu.

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