Breve crónica de un virus y dos países
Llegó el virus y mató a las del Ochoeme y a los de Vistalegre. Mató a quienes salieron el miércoles con las ollas y el sábado con los peroles. Mató a quienes aplaudían en masa a los sanitarios y a quienes gritaban «hija de puta» a la madre que paseaba con su hijo autista. Mató a quienes culpaban al Estado y a quienes culpaban a las Comunidades Autónomas, a quienes agradecían las donaciones de los ricos y a quienes escupían a los ricos a la cara; mató, por supuesto, a quienes gustaban de mostrar su triangulito rojo y a quienes se encomendaban altaneros a la Santísima Trinidad. Mató a quienes celebraron el gasto público y a quienes se escandalizaron al ver tan largo número, y también mató —¡faltaría más!— a quienes mintieron y a quienes no dijeron toda la verdad (que, como la misma muerte, mismo da pues es lo mismo).
Todos culparon al Otro de haber destruido el país cuando, mucho tiempo después, ya ni quedaba virus ni quedaba país.
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