La cuerda y Dios

Aquel viejo solía ir al parque todas las tardes. Se pasaba las horas tirando una cuerda al aire y recogiéndola, y así hasta que el Sol se ocultaba.

Cuando me hablaron de él, no pude evitar ir a buscarlo.

—Buenas tardes, señor —le dije. El hombre, tal y como me habían contado, no cesaba de arrojar la cuerda hacia arriba, como si quisiera engancharla en el mismo cielo—. Si no le importuna mi curiosidad, ¿podría usted explicarme por qué lanza usted esa cuerda hacia las alturas?

El anciano me sonrió brevemente, y, sin dejar de hacer lo suyo, dijo:

—Busco a Dios.

—¿Busca a Dios? ¿Cómo lo busca?

—Fácil —respondió—. Le tiro esta cuerda y le pido que la agarre. Cuando eso ocurra, sabré que existe.

—¿Y entonces? —inquirí, fascinado.

—Entonces dejaré de venir al parque. Ya no tiraré más esta cuerda.

—Porque habrá encontrado a Dios.

—Exacto —concluyó, y siguió lanzando la cuerda hacia a las alturas.

Creí comprender sus razonamientos, aunque dudé si aquel hombre se trataba de un filósofo o de un demente.

—Ha sido un placer conversar con usted, señor. Espero que, algún día, logre encontrar a Dios.

El anciano cesó su actividad y, mirándome con cierta tristeza encumbrada, me dijo:

—Si crees en Dios, rézale para nunca agarre mi cuerda. Me gustan mucho este parque, y esta cuerda, y este cielo…

Aquel cielo —le sonreí.

Él me comprendió y me devolvió el gesto.

—Adiós, amigo —me despedí. El anciano volvió a su quehacer espiritual.

Solamente era humano. Y estaba vivo.

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