
El antropólogo que descubrió el Gran Lenguaje
El Gran Lenguaje
Cuando el antropólogo Ulianovski Lem regresó a su ciudad natal, sus declaraciones impresionaron a la comunidad científica. Había pasado varios meses estudiando la tribu de los sulakpas, en la región más septentrional de Australia; y, cuando volvió, nadie pudo negar que había descubierto algo fabuloso, absolutamente exótico desde la perspectiva intelectual y, hasta la fecha, a todas luces inexplicable.
Todos los sulakpas tenían nombres simples, de una sola sílaba; y, sin embargo, ninguno de esos nombres se había repetido desde los orígenes de la tribu, hace más de cuatro mil años. Esto lo sabía el antropólogo porque había visto cómo los sulakpas guardaban, en una cueva revestida de oricalco, el registro con los nombres de todos aquellos que habían pertenecido al clan. La prueba del Carbono-14 demostró la antigüedad de dicho registro, realizado con pigmentos cobrizos que eran aplicados directamente sobre las paredes interiores de la cueva.
Los grafemas, que representaban modulaciones silábicas, se escribían a partir de cruzamientos de líneas rectas a diferentes alturas y en ángulos de amplitud variable. De esta forma, los sulakpas, gracias a un sistema clasificatorio basado en la orografía de la cueva, y tanto o más preciso que la actual tabla periódica, eran capaces de determinar si una combinación ya había sido empleada en el pasado o si, por el contrario, todavía era original.
Ulianovski Lem llegó a la conclusión de que las combinaciones de líneas cruzadas eran infinitas, así como los fonemas que cada una de estas representaba. De acuerdo con la controvertida tesis del antropólogo, los sulakpas eran uno de los pocos pueblos del mundo que, a diferencia del resto de civilizaciones, conservaban intactos los dones del Gran Lenguaje. Según Lem, esta Lengua Madre, a la que también se refirió como Idioma de lo Absoluto, conservaba intactas todas las posibilidades expresivas del ser humano: el Gran Lenguaje había sobrevivido a los milenios como el repositorio de todos los fonemas existentes. El propio Lem se dio cuenta de que él no podía diferenciar nombres que sus oídos juzgaban idénticos, pero que los sulakpas distinguían con facilidad. ¿Qué riqueza, qué complejidad ocultaba el pensamiento de un pueblo que podía pronunciar, identificar y transcribir cualquier sonido proveniente de la voz humana?
Las investigaciones adquirieron tintes aún más desconcertantes cuando el antropólogo constató que los sulakpas no hablaban entre ellos. Cada cual tenía un nombre, sabía plasmarlo en la pared de la cueva y respondía a él; pero no había más comunicación verbal entre los miembros de la tribu que los simples vocativos. El resto de los asuntos (la caza, las labores agrícolas, la confección de utensilios…) los resolvían en silencio, sin ni siquiera hacer gestos o señales perceptibles. ¿Por qué limitarían el Gran Lenguaje a la mera designación de sus nombres? ¿Acaso estos representaban otras realidades que la ciencia antropológica todavía no es capaz ni de imaginar…?
La casta de la Escriba
Sin embargo, el mayor enigma provenía de la casta de la Escriba, bautizada así por Lem. La Escriba era, en realidad, la línea generacional de una única mujer que, desde tiempos inmemoriales, había custodiado la cueva de oricalco y que, paradójicamente, era la única sulakpa que hablaba. A diferencia de los otros miembros de la tribu, su idioma era fluido, y era capaz de articular vocablos de una, dos y hasta cinco sílabas. Hablaba con la cueva, con las llanuras, con los astros; y si Lem se refería a ella como «la casta de la Escriba» era porque, paradójicamente, esta mujer carecía de nombre. Su identidad no estaba asociada a sílaba alguna, y, por supuesto, su existencia no se correspondía con ningún grafema en las paredes de la cueva de oricalco.
La casta de la Escriba era una única mujer que, sin embargo, condensaba la herencia de todas sus antepasadas. Lem fue testigo de cómo, en el momento en que la Escriba daba a luz a una niña recién nacida, ella misma se atravesaba el corazón con un puñal que siempre llevaba consigo y que, desde entonces, siempre acompañaría a la nueva criatura hasta el instante de su propio suicidio. La madre moría, la hija vivía; y ese ciclo de vida, alumbramiento y muerte se sucedía desde las brumas del pasado hasta las nieblas del futuro. Así, la Escriba era una mujer milenaria, cíclica como la Luna y eterna como el Sol; era biografía y estirpe, mujer y divinidad, efímera e inextinguible.
El conocimiento teórico que Lem adquirió sobre los sulakpas fue, sobre todo, gracias al lenguaje de la Escriba, que contaba con una palabra precisa para todos los elementos del mundo y de la conciencia. De esta forma, Lem pudo conocer, entre otras cosas, las líneas maestras del Gran Lenguaje o algunos rudimentos sobre las costumbres y tradiciones de los sulakpas.
Sin embargo, la gran pregunta que se hizo Lem, y que la Escriba nunca pareció entender, todavía martillea la conciencia de todos los antropólogos y todos los ocultistas: ¿cómo aprendía la Escriba un lenguaje que nadie, salvo su madre suicida, podría haberle enseñado?
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Severino el Transparente

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