Severino el Transparente
Severino Geini salió, como todas las mañanas, desnudo a la calle. Anduvo una media hora hasta el quiosco que regentaba, y allí, como todos los días, vendió periódicos, chucherías y algunas botellas de agua a los turistas que visitaban la Plaza Central. Así pasó la mañana, así pasó la tarde; y, cuando el sol ya comenzaba a despedirse del mundo, Severino Geini cerró el quiosco y regresó, como todas las noches, desnudo a casa.
Todos en el barrio conocían la estrafalaria costumbre de Severino Geini. El quiosquero llevaba casi dos décadas viviendo desnudo, y, aunque al principio había recibido ofensas y hasta golpes por su desfachatez, ya nadie se sorprendía al ver su cuerpo. De hecho, la gente conocía ya todos sus detalles: el lunar del costado izquierdo, el ligero desequilibrio de altura entre los pezones, la cicatriz del hombro… El cuerpo de Severino Geini pertenecía, así, al dominio popular; y nada lo ilustra mejor que la archiconocida frase de un gracioso del barrio, cuyo genio sentenció: «en Severino Geini, el vello púbico es bello y es público».
Severino Geini, llamado “el Transparente”, jamás había dado explicaciones sobre su conducta. Lo habían interrogado sus vecinos y hasta la televisión, pero el quiosquero siempre respondía con las mismas palabras, las cuales, por cierto, ni siquiera él comprendía del todo: «no tengo nada que esconder».
En fin. Severino Geini regresó, como todas las noches, desnudo a casa; y, como todas las noches, se vistió nada más llegar. Se puso calcetines, pantalones, sudadera, guantes y capucha. Apenas si se le veían los ojos.
En su casa no había espejos. Pero, por si acaso…
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