La escultura sin rostro

Ibaye, 1950 - Wifredo Lam
Wifredo Lam, Ibaye (1950)

Había una vez un escultor que ponía nombre a sus obras. Eran tan perfectas que reconocía a cada una por su rostro, y las quería tanto que sentía una amarga tristeza cada vez que vendía alguna.

Sin embargo, durante una noche de fiebre esculpió una figura que no parecía humana. A causa de los delirios, el artista había plasmado algunas visiones oníricas en el material, lo que resultó en una especie de tótem que podía recordar a una lechuza, o a un ángel, con las alas recogidas y el rostro ocluido por las manos.

A la mañana siguiente, cuando el escultor vio aquel producto de la fiebre y de la imaginación exaltadas, se puso nervioso. ¿Qué nombre debía poner a esa estatua que no mostraba su rostro? ¿Cuál sería su identidad? ¿Qué expresión ocultaría tras sus manos? El artista pasaba horas contemplando su creación, cuestionándola y tratando de comprenderla. ¿Por qué había realizado algo tan extraño? ¿De qué misteriosa imaginación había surgido? Por supuesto, era su escultura; pero, por primera vez en la vida, no podía entender una de sus obras.

El artista siguió esculpiendo otras figuras. Sin embargo, no se olvidó de la misteriosa obra que lo confundía; y, si hasta entonces había dotado de gestos y personalidad a sus creaciones, ahora solo buscaba encontrar el rostro de la extraña. Realizaba volúmenes, curvas y perfiles, pero nunca se sentía complacido. No encontraba la coherencia ni el equilibrio, no podía dar un rostro ajeno a su escultura anónima. «¿Cómo fui capaz de crearte, enigma de materia y alma? ¿Por qué no puedo bendecirte con unos ojos para que veas el mundo… y para que me veas a mí?»

Creaba el artista, pero sentíase juzgado por una escultura que lo atravesaba con su ausencia. No había acto ni rincón donde el hombre se sintiera a salvo, pues no era posible conocer hacia dónde miraba el inquietante y ocluido rostro.

La obra era una emanación de sí mismo, pero ni él mismo podía explicarla ni conocerla. Era, más que ninguna otra cosa, un misterio. ¿Quizá era aquella escultura una representación de su interior? ¿Acaso era aquella la forma de su espíritu? ¿Quizá se trataba de una puerta hacia lo trascendente? Él, que nunca había sido religioso, comenzó a idolatrar a su obra; y no por su perfección, sino precisamente por su misterio. Era la primera vez que no tenía el conocimiento sobre una de sus creaciones; y conocer, en el idioma humano, es la condición para dominar.

Ahora, el hombre era débil.

La escultura era lo sagrado, lo abisal, lo incomprensible, lo venido del más allá de la conciencia; y la tenue luz del creador solo llegaba hasta la superficie de aquella figura, que internaba su vista en el reverso de la existencia. Allí, en los reinos tras la bruma, no llegan los pensamientos y solo arriban las preguntas.

Cuentan que el artista no volvió a esculpir desde que comprendió estas verdades.

¡Los ojos de aquel misterio habían visto todas las obras que él nunca podría realizar…!

Wifredo Lam, Mujer sentada (1955)
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Caligrafía y firma El Gran Deductor

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