
Stephen Crane, ‘Maggie’
Durante mucho tiempo la ocupación de Jimmie consistió en apostarse en las esquinas y observar cómo el mundo desfilaba ante él, soñando sueños viriles al paso de bonitas mujeres. Amenazaba a la humanidad desde los cruces de las calles. En las esquinas estaba inmerso en la vida y era parte de la vida. El mundo seguía su marcha y él estaba allí para percibirlo.
Stephen Crane, Maggie

Autor: Stephen Crane
Editorial: Cátedra
Colección: Letras universales
Año de edición: 1992
ISBN: 843761063
158 págs
Edición y traducción de Pilar Marín
Maggie, A Girl of the Streets, de Stephen Crane, es una novela corta publicada originariamente en 1893, y que narra las desventuras de una pareja de hermanos, Jimmie y Maggie, en los barrios bajos de Nueva York. Todo se encuadra en un ambiente sórdido, de peleas callejeras, pobreza y alcoholismo, en el que la violencia y la destructividad son las fuerzas que mueven el mundo de los personajes.
Mucho se ha escrito sobre el ‘ciclo del héroe’, la clásica estructura narrativa según la cual el héroe es la personalidad individual que se desarrolla en un viaje exterior, pero también interior, que le conduce al éxito. Sin embargo, en Maggie —y sin deslavazar desmasiado la trama—, los protagonistas no parecen capaces de emerger del fango existencial en el que la pobreza y el desamparo los han hundido. Hay negrura, dolor y desgarro, pero en ningún momento parece emerger la esperanza, la redención, que toda ‘justicia poética’ anhela. Los protagonistas, conforme se van desarrollando sus vidas —narradas desde su infancia hasta su juventud—, están cada vez más alejados de la ‘vistoria’, del ‘éxito’ de la ‘conquista’ a los que, siquiera por la vía del sufrimiento, todo ser humano tiene derecho a aspirar en su propia biografía.
Maggie representa una visión darwinista de la vida moderna, y antecede a lo que harán autores como Pío Baroja en La lucha por la vida o Knut Hamsun en Hambre: narrar cómo la ciudad engulle al individuo y exacerba sus miserias. La hazaña no consiste ya en conquistar tierras lejanas ni en alcanzar la propia virtud, sino, simplemente, sobrevivir. El realismo social del siglo XIX, del que Stephen Crane es heraldo en Norteamérica, ha transformado la epopeya homérica en la supervivenicia darwiniana.
No en vano los personajes de la obra se comportan como animales en celo, como bestias salvajes que han olvidado todo resquicio de virtud y que tampoco podrían conocerla, dado el ambiente de miseria y degradación en el que nacen, se reproducen y mueren.
La protagonista que da título a la obra, Maggie, es el único foco de luz que parece asomar en la novela. Y, sin embargo, continuamente es embarrada su inocencia por las inquinas de su mundo, el mundo de la delincuencia, la agresividad y el sexo desnortado. Su bondad no tiene cabida en las calles, donde solo las mujeres inteligentes y atractivas son capaces de seducir a los hombres y de hacerse respetar mediante sus atributos. En la calle, quien triunfa es porque no tiene escrúpulos.
Contemplaba las grises cabezas de las mujeres, convertidas en meros apéndices de las máquinas, afanándose sin cesar, y se imaginaba historias sobre una idealizada o real juventud, borracheras pasadas, un bebé en la casa y salarios que no habían sido cobrados. Se preguntaba hasta cuándo perduraría su juventud.
La realidad desnuda
En la obra no hay sermones ni reflexiones explícitas. El autor no nos habla directamente sobre las injusticias de la vida, ni se queja sobre las condiciones de sus personajes, ni enaltece los sentimientos revolucionarios del lector de manera explícita. Se limita su prosa a la descripción de los hechos, tan al modo del naturalismo, en los que se intercalan los diálogos.
Hay, además, un salto con respecto al tipo de novela social encarnada por Dostoievski, en la que, paralelamente a los hechos, los personajes son estandartes de ideas relacionadas con el destino del ser humano, con la religión o con el porvenir de la nación. No hay nada de esto en Maggie y no podría haberlo, puesto que los personajes son esclavos de la ignorancia; seres que no podrían concebir otro mundo más allá del barrio.
Mi casa es un infierno. ¡Maldito sitio! ¡Un infierno! ¿Por qué me vengo aquí a beber así? ¡Porque mi casa es un infierno!
Es la ciudad, con sus industrias, sus barrios y sus columnas de humo, es la ciudad, en fin, la gran metáfora de la vida moderna, el gran retrato de la civilización que aspira a la conquista del mundo y que, sin embargo, olvida a sus individuos y los arroja al río, junto a los deshechos de la fábrica. Y, si la ciudad es la gran metáfora de nuestra existencia, ¿cuál será el Homero, y quién el Ulises, que nos conduzcan a la ítaca de los verdes prados?
Quizá una chica de la calles, una Maggie desconocida, nos espera al otro lado de los cuentos.
En una esquina, la cristalera de un edificio derramaba reflejos amarillos sobre las aceras.
Sobre Stephen Crane
Stephen Crane (Nueva Jersey, 1871 – Bandenweiler, 1900) fue un escritor y periodista americano. Gran conocedor de los ambientes de marginalidad y pobreza de la gran ciudad. Su estilo está influido por el naturalismo de Zola, y dejará una marcada impronta en la literatura norteamericana posterior.
Sus otras novelas son The Red Bagde of Courage (1895), George’s Mother (1896), The Third Violet (1897), Active Services (1899) y The O’Ruddy (1903 ; con Robert Barr). Además es autor de numerosos cuentos cortos y poesía.
Frases de ‘Maggie’
Una piedra se había estrellado contra la boca de Jimmie. La sangre caía a borbotones sobre su barbilla y se deslizaba por su harapienta camisa. Las lágrimas marcaban surcos en sus sucias mejillas. Sus escuálidas piernas habían comenzado a temblar y a debilitarse, haciendo que su cuerpecito se tambaleara. Sus rugientes maldiciones del principio de la lucha se habían convertido en un parloteo blasfemo.
Maldecía ominosamente, porque consideraba degradante para alguien que vagamente trataba de ser un soldado, o un hombre sangriento con un poder sublime, que su padre lo llevara a casa.
Mantenía una actitud beligerante hacia todos los hombres bien vestidos. Para él, la ropa elegante estaba unida a la debilidad, y todo abrigo bueno cubría un corazón acobardado. Él y los suyos eran, hasta cierto punto, soberanos por encima de los hombres de ropa impoluta, porque estos quizá temían que o los mataran o se rieran de ellos.
Al cabo del tiempo su mueca de mofa creció de tal manera que lanzaba su resplandor sobre todas las cosas. Se volvió tan incisivo que no creía en nada. Para él, la policía siempre actuaba movida por impulsos malignos y el resto del mundo estaba compuesto, en su mayoría, de seres despreciables, todos ellos intentando aprovecharse de él y con los cuales, para defenderse, se veía obligado a pelearse en todas las ocasiones posibles.
Maggie siempre salía con el ánimo levantado del lugar donde se representaba el melodrama. Se alegraba de cómo los pobres y virtuosos vencían a los ricos y perversos. Se preguntaba si la cultura y el refinamiento que había visto imitados, quizá grotescamente, por la heroína en el escenario, podrían ser adquiridos por una chica que vivía en una casa de vecinos y trabajaba en una fábrica de camisas.
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