
‘La lección del maestro’, de Henry James

Felices las sociedades en las que el arte no ha hecho acto de presencia, pues desde el momento en que aparece, son pasto de un dolor que las consume y anida en su seno una incurable corrupción.
Henry James, ‘La lección del maestro’
La lección del maestro, novela corta de Henry James, es una narración desarrollada, fundamentalmente, como oposición de dos caracteres que se relacionan con el arte de forma singular. Por una parte, un novelista maduro, en la plenitud otoñal de su carrera artística y social, dueño de un abundante patrimonio, que, no obstante, se lamenta por haberse perdido en “los placeres mundanos”, en la familia y la estabilidad burguesas, en detrimento de su “autenticidad artística”. Todo esto se lo confiesa al otro protagonista, escritor joven, incipiente genio que, a pesar de las monsergas del ‘maestro’, ve con buenos ojos el fundar una familia y «conciliar» —como se dice ahora— la labor artística con el cuidado del hogar.
Se plasma aquí el conflicto: ¿es necesario renunciar al mundo de la vida, a la gracia terrenal, para crear una obra de arte auténtica y «perfecta»? ¿Es la excelencia artística compatible con el gozo social y material?
Como ocurre en toda buena literatura, la obra no es un panegírico de una u otra solución, sino que nos ofrece un espacio donde hundir la cabeza y hacernos reflexionar sobre algunos asuntos de importancia.
La creación literaria y el «mundillo literario» son, evidentemente, temas fundamentales de la «literatura». No podía ser de otra manera. Muchos fantasmas de los escritores tienen que ver con su propia condición de escritores, esto es, con esa actividad a la que por un lado se sienten llamados y que enciende la llama de su ímpetu creador, pero que, al mismo tiempo, los arrastra al mundo de los borrones de tinta, los dolores de cabeza, los arranques de cólera o depresión y las expectativas imposibles.
Es complicada la creación literaria. De los psicólogos —por el momento vamos a evitar a los psiquiatras, ja, ja—, los conductistas dirían que con la escritura se busca un refuerzo; los psicoanalistas, por su parte, no se cortarían en localizar alguna pulsión inconsciente que el organismo trata de sublimar mediante el arte. Eso está muy bien y da para mucho debate. Pero la ciencia psicológica, y me parece a mí que ninguna otra ciencia, todavía no está en condiciones de saber qué es lo que provoca que una persona se siente horas y horas y horas y más horas a escribir un libro. Y aquí ya me asalta la primera cuestión más concreta: ¿Es lo mismo ‘escribir’ que ‘escribir literatura’? Porque escribir, lo que se dice escribir, es tan fácil como coger un bolígrafo o un teclado y liarse a repartir palabrazos, de la misma forma que uno puede sentarse al piano o agarrar la guitarra y ponerse a improvisar sin más objetivo que el placer efímero, pero vívido, de la música.
Las improvisaciones musicales no causan sufrimiento. Las improvisaciones artísticas, tampoco. (De hecho, ya que estamos en plan sanitarios, hay toda una rama de la psicoterapia alternativa conocida como arteterapia, que precisamente concibe la creación artística como método de exploración e higiene psicológicas). La creación artística inmediata, juguetona y celebratoria es todo lo contrario al sufrimiento. Es liberadora, flexible, divertida. En ningún caso nos preguntamos «para qué sirve» ni «cuáles son sus condiciones», del mismo modo que nunca nos cuestionaríamos si una carcajada vale la pena.
Los problemas, las complicaciones y las noches en vela empiezan cuando, en lugar de solo escribir, pretendemos escribir libros, o, lo que es lo mismo, hacer literatura. Ahí ya vienen las siete plagas y los setenta y siete apocalipsis.
La lección del maestro abunda en estos problemas e incide en el foco central: el tomarse en serio la literatura (y el arte en general). Los hay quienes se toman muy en serio esto de La Literatura. Y por eso la sufren. Porque la exigencia y el sacrificio son mayores que el placer. Y no quiero que se malinterprete. No digo que yo defienda una literatura fácil, simplona y “solamente entretenida”. Tampoco quiero decir que me ría de los libros estéticamente divinos, geometralmente posmodernos y técnicamente irreprochables. Yo ni defiendo ni dejo de defender nada, porque bastante tengo estar peleándome conmigo mismo todos los días.
No defiendo ni ataco nada, pero sí intento comprender por qué la literatura hace sufrir a tantos creadores. Por qué nos tomamos en serio, y a veces tan absurdamente en serio, lo que es ficción. Por qué nos encerramos durante meses para escribir cuatrocientas páginas que seguramente nadie leerá, y por qué sangramos porque esas cuatrocientas páginas sean las mejores del mundo mundial, y por qué fantaseamos con vernos editados y publicados y vendidos en todas las librerías y leídos en todas las casas. Y por qué, cuando alguno de nuestros semejantes logra todo eso, los escritores decimos con sorna y vanidad herida: «pero eso es literatura comercial».
A mí me parece que a veces nos tomamos demasiado en serio la literatura. Y de lo serio a lo agriado solo hay un paso. Pero yo supongo, creo, y me parece que sé, que se puede jugar a la literatura y tomársela a guasa y hasta reírse de ella y de nosotros mismos. Y ojo, que también hay ‘juegos’ a los que se juega ‘con seriedad’. El ajedrez, por ejemplo. Pero, de la misma manera que el juego del ajedrez no supone otra cosa para la mayoría de nosotros que la celebración del intelecto, acaso el placer de la escritura no sea otra cosa que la celebración de la vida, del lenguaje y de la metáfora infinita de las palabras. Acaso podamos celebrar la escritura matando la literatura.
Se puede vivir de la fantasmagoría sin pesadumbre, con alegría, riéndose de la vanidad del mundo y de la propia. Si la literatura me ha enseñado algo, es a despreciarla con generosidad, con el cariño que se le tiene al amigo de toda la vida cuando vais borrachos por la calle a las tantas de la mañana.
Para mí, esa es la lección que ningún otro maestro salvo la literatura ha podido enseñarme.
Y mañana pues será otro día.
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Barrabás, de Pär Lagerkvist
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