La cripta del poeta
Me sumerjo en la cripta: su verja está abierta y nadie vigila la entrada. Debajo de la tierra se erige la tumba del poeta, el creador de sueños y fantasías que antaño fuera el ídolo de mi imaginario. Lo busco con el espíritu, lo intuyo con el corazón; pero su muerte es palmaria como el mármol de su tumba.

En torno a él van a parar los excrementos desterrados del mundo; y su memoria, aunque mantiene la dignidad de los días viejos, ya no es cuidada por ningún mortal. Yo intento hacerle honor a su estela, a su recuerdo perdido en el tiempo y en la vida de mis coetáneos; pero no hago más que remover el estiércol. Su pureza es intocable, inaccesible para los mortales sucios; y yo, aunque aspiro a lo inmaculado, me sé un farsante. No soy ángel, sino gusano; no inocente, sino corruptor.
La tumba del poeta está cerrada para mí. No hay consuelo: estoy solo en su caverna; junto a él, pero sin su amistad. Yo, el admirador de su biografía, el amante de sus versos, el confesor de sus pulsiones; yo, el lector de sus reinos espléndidos, he sido reducido a un simple profanador de tumbas: la sombra absurda de un héroe que no existe.
Sin embargo, para las sombras, lo real son las sombras y son las sombras lo real.
Escucho un crujido; la verja se ha cerrado. El enterrador ha hecho su trabajo. Yo me asusto y corro hacia los barrotes. Le grito, me escucha, me observa con alevosía. El hombre siente compasión: abre la verja y desaparece.
Entonces, aún aherrojado en la puerta que da paso al mundo y a la cripta, debo decidir.
¿Dónde está la sombra…?

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