
El pescador y el aventurero
Allá sale una partida de marineros, cuyos pequeños barcos traerán alimento a sus familias y a sus vecinos. Colindan con el mar infinito, se introducen en el oleaje sin término; pero su búsqueda jamás pierde la costa, su mirada jamás ve más allá de lo posible: siguen sus raíces en su hogar, adonde siempre retornan con el alimento de las profundidades.
Es un trabajo metafísico el pescar. El alimento yace bajo el abismo informe de las aguas, el horizonte promete islas de pan y oro; y, sin embargo, solo ofrece el mar un día más de pescado. Es oficio del pescador rechazar las sirenas y, consciente de la vida y de la barca, discriminar entre lo deseable y lo posible. Pues el océano es infinito, tanto —o más— como el deseo de los humanos.

Mas los aventureros, hijos de los pescadores, parten para no volver. No es afán de descubrimiento lo que los mueve, sino odio y resentimiento contra la tierra que todo les dio y que nada más les ha prometido. Pretenden sumergirse en la utopía, conseguir nuevas conquistas; pero solo se horadan a sí mismos. Los pobres aventureros han olvidado el sabor del pescado, pues ni eso aceptan durante su travesía: todo lo que beben es el agua, todo lo que mastican es la sal. Quieren lo puro, anhelan la esencia; y no la encuentran más que en el fantasma del océano. No viven; solo desean. Y, mientras ellos batallan contra el mar y pelean por sobrevivir en sus aguas ignotas, nadie escucha su vana guerra. Las tormentas los silencian, la distancia los olvida; y, mientras en los hogares y las plazas se come pescado y se baila al son de la luna, ellos no ven más que negro y azul. Delirantes, sin más alimento que las espinas de aquello que se niegan a pescar, se agotan, y desean regresar, y regresan; pero el mar hace estragos en las almas, y, cuando vuelven los buscadores —si es que lo hacen—, entonces no son aclamados como héroes, sino compadecidos como derrotados.

Todos los mares son explorables, todos quedan por descubrir; pero todos contienen la misma agua, todos son coronados por el mismo cielo y en todos soplan los mismos vientos que recorren el mundo. ¿Para qué, entonces, buscar las islas invisibles? ¿Para qué insistir en beber todos los océanos? ¿Para qué atravesar el cerúleo desierto? El ansia de navegar, el hambre de desdoblar el horizonte: solo fantasmas, solo quimeras de una realidad más simple y más sublime que todos los delirios de grandeza.
Allá queda el mar para los pobres valientes que reniegan de la tierra. Allá, tras las brumas, la utopía desvela secretos que no existen; mas yo me quedo con lo que existe: la arena fina y mi caña de pescar.
Solo amo esta orilla, esta playa y este atardecer. El resto es superficie.

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Chun Mai, sabio ignorante

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2 Comentarios
Bufón loco
Muy descriptivo evocando una bella escena y su contexto. Me gustó! Nos leemos!
Darío Méndez Salcedo
Muchas gracias por tu comentario, me alegra mucho que te haya gustado la lectura. Abrazos!!