El amante de la vida

Ha muerto José Ducado y no sé si quiero ir al funeral. Dudo que se lo merezca.

Fue maestro mío (y de cien idiotas más) durante los últimos años de instituto. Apodado «el Duque», el bueno de José era el padre que cualquier adolescente desearía tener y que, sin embargo, nunca tiene. El Duque era un antisistema: nos dejaba copiarnos en los exámenes, acababa sus clases cincuenta minutos antes (o las empezaba cincuenta minutos tarde), tiraba aviones de papel por la ventana, se metía con otros profesores… Con la genialidad del mago, el Duque sabía expresar el fuego interno de sus jovencísimos alumnos: era una válvula de escape con sello adulto, una fiesta de impulsos románticos y desinhibidos, una carcajada que se elevaba sobre los estudios y los libros (que, por cierto, nunca usamos en sus clases).

Todo el mundo estaba encantado con el Duque: los profesores, porque les hacía sentirse jóvenes; los estudiantes, porque les animaba a explorar sus vericuetos sentimentales; las familias, porque —sorprendentemente— era la imagen pública del instituto.

Por supuesto, yo también estaba enamorado, espiritualmente enamorado, de él. «¡Soy persona, quizá estudiante, nunca obediente!», era una de sus más famosas arengas; y tal filosofía, o falta de ella, calaron tan profundamente en mí que acabé dejando los estudios. La vida no solo había que vivirla; había que amarla; y mi apasionado romance con la vida desembocó en asuntos que no vienen al caso. Solo uno es importante: al final, mis padres me echaron de casa. Me peleé con ellos y ellos ganaron (eso sí, por última vez). Viví en la calle uno o dos meses. Les había dicho cosas tan horribles, que mi padre prefirió verme huérfano a verse pródigo.

Por fortuna, me rehíce: mi amor por la vida era auténtico. Encontré un trabajillo y seguí viviendo, seguí amando la vida…

En cierta ocasión, muchos años más tarde (entonces yo regentaba una panadería y ya esperaba a mi segunda hija), coincidí con el Duque en un tren hacia Madrid. Ambos guardábamos un cálido recuerdo mutuo, así que, nada más vernos, nos sentamos juntos y charlamos animadamente.

—Siempre admiré tu amor por la vida —me atreví a decirle, insuflado por viveza de la conversación.

Él se rio. Su respuesta fue lacónica, inesperada, amable:

—Ya no eres mi alumno, así que… No, nunca la amé. Solo hacía teatro. Leía a Nietzsche y hacía teatro. Hay que vivir, ¿no?

—No te entiendo, Duque. —Realmente no lo entendía.

—Todo era falso. —Sonrió con ese gesto trágico, esa mueca heroica, que solía esbozar en sus clases—. Mira: desde pequeño estuve rodeado de muerte. Una hermana, un tío, tres abuelos y, para colmo, mi padre. Todo eso, antes de los diez años. Luego, a los catorce, mi otro hermano. Mi madre, más generosa, se esperó hasta mis diecisiete. ¿Qué amor a la vida ni qué ocho cuartos? Cuanto te pasan esas cosas el mundo no tiene sentido, y la vida… menos aún. Pero hay que vivir. Hay que vivir, ¿entiendes?

Asentí. Como el marido traicionado, me levanté y caminé por el pasillo hacia otro vagón.

José Ducado, mi héroe de juventud y modelo existencial del que aún no me he zafado, no amaba la vida; se había resignado a ella.

No sé si ir al funeral de un mentiroso. Por su culpa no fui al de mi padre.

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