Llorona de las eras
¡Mira hacia arriba, joven pleamar! Hoy es baja la marea y elevado el ímpetu: los volcanes aguardan bajo tu esplendor y a través de tu singladura. Cada cual sabrá el lado de su oración: lo inasible, lo perentorio.
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Tú sigues observando las alturas, buscando el sentido del signo de Orión; mas Orión no es letra, sino mito: su sabiduría reside en el hombre, en el ser que lo ha creado, bautizado e incorporado a su deambular. Nada en Orión puede ser más humano como su magia, pues, ¿qué es la magia, salvo el empeño humano por descubrirla? Las estrellas se alzan poderosas, frígidas, titilantes como las gotas de miel. Su dulzor, su pecado, su calamidad: tales son las artes de quien escucha los colores, de quien habla con los tonos que solo las abejas ven. ¡Vivir para crear! Tú sigues mirando hacia arriba, llorona de las eras, hija de todos los dioses que hoy te compadecen. ¡Es profundo el cielo, pero más tu melancolía! Tus lágrimas son la envidia de las estrellas, la pregunta de las tormentas. Ellas, poderosas e inconmensurables, guardianas del tiempo y de los cielos, son atravesadas por tu llanto, tan incomprensible para su grandeza como para ti lo es su eternidad. ¡Lloras por ellas, lloras porque jamás conocerán la muerte, porque tú nunca conocerás la vida inextinguible! Para ti no hay más idioma que el que no existe, el que desaparece cuando invocas sus palabras de luz. ¡Lloras, compungida y desesperada, porque el Universo es analfabeto, porque nuestro idioma es demasiado complejo para su silencio! No existen los dioses; todo es de carne y de tierra…
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Sabes la verdad: puedes dejar de llorar. De nada sirve hacerlo, pues nadie —ni tú misma— escucha el llanto de quien plañe a las estrellas mustias. Ellas brillan como si el agua abundara, pero ni beben ni quieren beber; el agua, las lágrimas, fluyen en torno suyo, y ninguna de sus lenguas quiere sorber la humedad. Así son las estrellas: parecen existir, pero son difusas. Y tú, princesa de los vientos, señora de los llantos y las preguntas, llorarás de alegría, pues la vida te ha sido mostrada tal y como es: cruel como las estrellas, ligera como el agua. Es la hora de que el llanto retorne al espíritu de donde brota.
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Tú, con tu boca de agua, serás el manantial del que emerjan los hombres del nuevo mundo. Con tu sabiduría extasiada, serás la respuesta al sufrimiento de los buscadores sin respuesta. Tú, tú, únicamente tú, lloverás con la gracia de la primavera sobre los corazones sin ánima. Eres la mujer primordial, la madre de todos los regocijos; y tu sangre jamás será vertida por tus retoños, sino que será absorbida por las entrañas del cielo, las alturas que se nutren de tu pecho y tu calor. ¿A qué dioses alimentarán tus senos repletos? Los conocerán los humanos a quienes amamantes, y ellos serán los testigos del Universo cambiante y silencioso: tú y tus descendientes, los hijos luminosos que conocerán la verdad y bailarán sobre ella. Se avecina la nueva estirpe: los que nacieron del llanto, los que miraron a la Luna y escupieron a la noche; empuñadores de la verdad y adalides del amanecer. Tus hijos serán los que rían, llorona; y tú, que hoy tiñes el cielo con tu oscuro canto, serás la mujer que ama a sus hijos y que llora por no encontrarles alimento; un alimento que son tus lágrimas de mujer, tu llanto de humana. ¿Qué harán, entonces, tus hijos? No llorarán como su madre, sino que heredarán la tierra y, con ella, el cielo. ¡Lloverá aceite, miel e incienso! Las estrellas y las tormentas ofrecerán regalos a tus hijos, pues ellos habrán dotado al Universo de la voz de la tierra. Crecerá leche del aire y caerán cocos de las nubes: el cielo, salvado de su mudez, se tornará el mejor amigo del hombre. La Humanidad será libre de sus anhelos, pues ya nada habrá que anhelar… salvo el recuerdo de la madre, que murió llorando la ignominia de lo incomprensible.
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