
Crímenes de paz
Encarnizadamente más horribles que los crímenes de guerra son los crímenes de paz; crímenes sin propósito y sin criminal, sin valores disfrazados de justos y ni tan siquiera con la etiqueta de lo injusto, crímenes sin color de bandera ni viento a su favor, crímenes tan silenciosos que ni el fragor del odio ni el rugido del mal pueden reivindicar como propios. ¿Dónde está aquel líder que reía gozoso ante el humillado sufrimiento de sus inferiores? ¿Dónde, aquel libro maldito que condenaba a pueblos enteros por las meras raíces de su historia? ¿Y dónde los ideales descarrilados, dónde el salvaje himno de guerra que ensalza enfurecido su propio nombre?
Nada, ni siquiera el error humano, puede explicar los crímenes de paz; pues, mientras que la guerra siempre tiene un último responsable, ante la paz solo puede responder la propia Humanidad.
Hablar de crimen conlleva, indefectiblemente, reconocer a los criminales como tales; pero, sobre todo, conlleva referirnos a aquellos que sufren el crimen en sus entrañas y lo cargan sin fuerzas en sus espaldas. Son ellos, cuyos nombres se hunden en el mar y cuyas historias penetran en el corazón de las mareas, las víctimas de un crimen de paz por nadie perpetrado y por todos consentido; ellos, los innombrables de las aguas, que viven en los ojos de quienes los ignoran y en las palabras de quienes afirman que no existen; ellos, la frontera humana de un campo de batalla dividido por el odio y por el miedo, por la religión y por la moneda; son ellos, convictos por la prensa y las tormentas costeras, los invictos héroes de la guerra de nuestro mundo.
¡Ellos, que han sobrevivido al frío y a la muerte, que se han enfrentado a la ira de un furibundo Dios mal interpretado sin más arma que sus lágrimas y sus oraciones! ¡Ellos, que han arrancado sus milenarias raíces del suelo de sus antepasados para sumergirlas en el fango y en la arena ensangrentada de las playas extranjeras; que ya no se reconocen a ellos mismos, que han caído al abismo sin más agarre que el nombre del que carecen y la historia que han dejado atrás! ¡Ellos, que yacen desnudos y hambrientos en cabañas de paja y plástico, que existen porque existe una Ítaca inexistente!
Nos compadecemos de ellos cuando los vemos sin mirarlos mientras almorzamos; cuando los escuchamos sin oírlos en la radio mientras llevamos a nuestros hijos al colegio. Pero, ¿no deberían ser estos verdaderos héroes de guerra, estos inmortales mártires de la Humanidad, quienes se compadecieran de nosotros, los preocupados y aterrados europeos?
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Conóndromo, de Francesc Aunión
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