
‘Mi país es el monte’. Sobre Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja
Últimamente me agradan mucho las novelas de acción; y no me refiero a la acción trepidante y frenética de los tiroteos y las persecuciones en coches robados, sino al despliegue de energía en el mundo; la acción como decisión tomada, mantenida a lo largo del tiempo y avalada con la propia vida si es necesario. Voluntad de poder que no declama sus ansias, sino que las satisface.
Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja, refleja esa tendencia tan nietzscheana del alma vigorosa, desenvuelta, que ejemplifica la moral noble frente a la moral decrépita de quienes solo reaccionan contra la vida. Martín Zalacaín es jovial, decidido, presto a la acción y a la aventura; y desde un primer momento se contrapone su sentido de la justicia —que más debe a la sabiduría de las montañas que a los códigos escritos— a la inquina de muchos de sus semejantes. A diferencia de Don Quijote, que se hacía pasar por un héroe que no era, hay en Zalacaín un deseo desaforado de vida, de plenitud y maduración y exuberancia, un deseo tan poderoso que lo lleva de acá para allá en busca continua de nuevos retos y oportunidades de expansión del espíritu. ¡Es que el espíritu no halla sus amarres en el cielo, sino en la tierra y en sus caminos! No tendrá Zalacaín las ideas caballerescas ni la retórica castellana de Don Quijote, pero es que tampoco las necesita. Él es ya un caballero andante auténtico. Las ideas caballerescas de Don Quijote vienen de individuos como Zalacaín.
Dice nuestro protagonista:
Sin duda eran los obstáculos los que me daban bríos y fuerza, el ver que todo el mundo se plantaba a mi paso para estorbarme. Que uno quería vivir, el obstáculo; que uno quería a una mujer y la mujer le quería a uno, el obstáculo también. Ahora no tengo obstáculo, y ya no sé que hacer. Voy a tener que inventarme otras ocupaciones y otros quebraderos de cabeza.
La vida nos llama a la aventura. En este mundo tan desbordante de belleza y de injusticias no podemos permitirnos el lujo de aburrirnos. Siempre hay algo por hacer. Aunque sea no hacer nada mientras cae el sol detrás de los apartamentos. Aunque sea escribir dos palabras por la paz, la «paz para vivir y trabajar». Pero el mundo y la vida no están aquí para lamentaciones ni para miserias del ánimo. Gente como Zalacaín nos lo recuerda:
Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear se me queda dentro y se me pudre. Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento; hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas; nada quieto, nada inmóvil.
Esto es lo que se puede llamar amor a la vida. Porque por ahí circula mucho panfilismo; pero la vida, la de los verdaderamente vivos, hay que vivirla sobre el fuego de Heráclito y bajo el sol de Homero. Los mediterráneos lo sabemos. La vida es movimiento y acción y energía, y oposición al reto y ejercicio continuo de nuestras potencias y mejora de nuestros talentos. Nuestras existencias particulares no son las existencias particulares de una alcachofa (aunque, por cierto, hay alcachofas con vidas más trepidantes que las de muchas personas). La vida es apagar la televisión (los más mayores) y el TikTok (los más jóvenes) y salir a la ciudad, a la montaña, a la biblioteca; y charlar, o contemplar, o leer con fruición y con hambre, mover el dinero, dar los buenos días a la gente y darle funcionalidad al cuerpo y al espíritu. Que nuestro espíritu se arrastre por el polvo de los caminos y aprenda a saborearlo.
«La vida sedentaria le irritaba», dice el narrador sobre Martín Zalacaín en un pasaje. Pues claro. Zalacaín ama tanto la vida, ama tanto a sus semejantes, convecinos, compatriotas, hermanos en la lucha en definitiva, los ama tanto que le irrita ver cómo el tiempo pasa por ellos en banalidades y tonterías. Sin alegría y sin trabajo. Amar es desear la mejor versión del otro. Sacarlo de la caverna, hacerlo mirar al sol a los ojos y, entonces, lanzarlo al campo de los olivos. Quien nos quiere sedentarios solo pretende atrofiarnos.
Dice el propio Zalacaín en un pasaje: «Mi país es el monte». Evidentemente. Los amantes de la vida no se conforman con el amor a unas instituciones, o a una bandera, o a una demarcación administrativa. Ni siquiera a unas costumbres. Los amantes de la vida solo aman las manifestaciones salvajes de esta: lo que de árbol, monte y río tiene la existencia humana. Las posibilidades de salud que la naturaleza nos ha brindado, y los obstáculos que nos ha puesto para afrontar a través de la aventura. Zalacaín es de la estirpe de Aquiles, Ulises o Beowulf; la estirpe de los que deben su nombre a los obstáculos que los mataron y, al mismo tiempo, bendijeron su vida.
Comparte esto:
También te puede interesar

La Lágrima del Mediodía: aventura, fantasía y pulp de aroma clásico
22/08/2019
Literatura es vivir deliberadamente. Sobre ‘Estar aquí’, de Jorge Morcillo
09/11/2023